(Viernes 18/12/2020).- La luz eléctrica transformó la sociedad occidental a finales del siglo XIX y principios del XX, como muy pocos avances lo habÃan hecho antes. Pero, a diferencia de otros paÃses, su entrada en el Reino Unido fue muy lenta. La razón se encuentra en que muchos británicos tenÃan verdadero pánico a esta nueva energÃa, tanto que en algunas casas no entró hasta los años 40 del siglo XX.
Mientras los franceses y los estadounidenses recibieron la electricidad con entusiasmo y la mayor parte de los hogares de España ya tenÃan electricidad en 1920, parte de la población del Reino Unido se resistió con uñas y dientes. ¿El motivo? Al margen de modas y cuestiones estéticas, la verdadera razón fue la campaña de miedo a incendios y explosiones alentada, curiosamente, por las poderosas empresas distribuidoras de gas –el sistema utilizado hasta entonces para la iluminación- que se resistÃan a perder su negocio.
Sin embargo, maniobras económicas al margen, una primera razón para ese recelo era meramente estético. En 1891 Alice Gordon publicó Electricidad decorativa, un libro en el que sugerÃa maneras de colocarse y trucos de maquillaje para combatir las cualidades “deslumbrantes y desagradables†de las lámparas eléctricas, un verdadero enemigo, supuestamente, para la belleza. La luz eléctrica era como un “horrible detective que encuentra cada arruga y lÃnea de la cara. ¡A nadie mayor de 18 años se le debe pedir que se siente debajo de esa luz!â€, escribió la inglesa.
Algo parecido ocurrió en España, según explica Joan Carles Alayo i Manubens, ingeniero y experto en electricidad industrial. En su libro La época de las metrópolis (Siglo XXI) el historiador Clemens Zimmermann relata como las crónicas de la época describÃan una representación de gala en el Liceu, en 1887, donde “la luz opalina de las lámparas dio a los presentes una apariencia cadavérica, amorteció la brillantez y el colorido de las ropas y disminuyó el resplandor de las joyasâ€. Básicamente, sintetiza Alayo, “las personas feas se veÃan más feas
Pero, dejando de lado la cuestión estética, habÃa otro tipo de preocupaciones de mayor trascendencia y el miedo a la electrocución era una de ellas. En Estados Unidos hubo casos de personas que recelaban de la energÃa eléctrica cuando empezó a introducirse en los domicilios.
Benjamin Harrison, el primer presidente en tener electricidad en la Casa Blanca , en 1891, se negaba a tocar los interruptores por miedo de electrocución y delegaba en los empleados. Pero, en cualquier caso, fue un recelo fugaz y puntual porque la nota predominante fue la acogida calurosa a la nueva tecnologÃa.
En cambio, en Gran Bretaña el miedo fue mucho más intenso y dilatado en el tiempo. En su libro Domesticando la electricidad, el historiador británico Graeme Gooday cuenta que en Gran Bretaña eran justamente las empleadas del hogar las que estaban asustadas. En una charla en 1884, uno de los impulsores de la luz eléctrica, Robert Hammond, contó la historia de una sirvienta que habÃa llegado a un domicilio que tenÃa este tipo de iluminación y que en su primera noche estaba tan aterrorizada que no pudo dormir.
Amaneció con apariencia demacrada al dÃa siguiente y un aspecto de angustia que “no desapareció con unos pocos dÃas de experiencia, sino que se hizo más marcadaâ€. La empleada, según Hammond, “temÃa que alguna noche se encontrarÃa, ella y su cama, en la calle a consecuencia de una explosiónâ€.
No era solo el nuevo personal. Muchas de las sirvientas que llevaban años en un hogar amenazaron con dejar su trabajo si se instalaba la electricidad, añade Gooday. Como dijo la directora de la Asociación Eléctrica para Mujeres, Caroline Haslett, ya en 1931, esta era la razón por la cual “algunas de nuestras casas más grandes no adoptan métodos eléctricos.â€
Seguramente, escribe Gooday, las sirvientas británicas estaban tan acostumbradas a las muertes por explosiones de instalaciones de gas o calderas de vapor, que se habÃan hecho casi rutinarias, que se imaginaban que ocurrirÃa lo mismo con la electricidad pero todavÃa con más frecuencia al tratarse de una tecnologÃa nueva. “En Gran Bretaña habÃa muchas más centrales de gas que en España –dice Alayo- y quizá para ellos el gas era para ellos la referencia, estaba más extendido.â€
Por otro lado, Gooday señala que las empresas de gas británicas jugaron al alarmismo, exagerando el riesgo sobre las posibilidades de electrocución en los domicilios, porque la llegada de la nueva energÃa podÃa suponer, como finalmente sucedió, el final de un modelo de negocio. Esa campaña de comunicación, pues, fue tan eficaz que en los años 40 del pasado siglo todavÃa habÃa casas en las grandes ciudades iluminadas con gas.
En España, en cambio, la estructura de las empresas gasistas era distinta y la extensión de su red de suministro también era diferente, explica Alayo. Fueron, en muchos casos, estas mismas compañÃas las que terminaron por suministrar electricidad. Catalana de Gas, por ejemplo, pasó a ser Catalana de Gas y Electricidad en 1912. Y como la red de gasista no estaba tan extendida las poblaciones pequeñas incluso tuvieron electricidad antes que poblaciones de mayor tamaño.
En la práctica, “el gas era un freno, porque el usuario ya tenÃa un sistema de energÃa –dice Alayo-, y, en cambio si el usuario no disponÃa de él ya se decantaba por la energÃa eléctricaâ€. En Girona, por ejemplo, pueblos como Darnius y L’Escala, tuvieron luz eléctrica en 1895, mientras que en un núcleo bastante mayor como Figueres, la llegada de esta tecnologÃa se produjo dos años más tarde.
Las preocupaciones de los británicos, según Gooday, se fueron transmitiendo boca a boca hasta que desaparecieron las generaciones más reticentes y, al final, la lámpara eléctrica resultó ser mucho menos peligrosa que formas de iluminación anteriores. En realidad, las inquietudes manifestadas por los británicos recuerdan un fenómeno que se produce cada vez que aparece una nueva tecnologÃa, como en la actualidad sucede con los supuestos efectos nocivos de las tecnologÃas inalámbricas y los teléfonos móviles, que la ciencia no ha podido demostrar.
Fuente: La Vanguardia