(Jueves 15/04/2021).- Hasta que la frenética carrera cientÃfica en curso logre desarrollar una vacuna para la COVID-19 —o medicamentos para combatir el nuevo coronavirus SARS-CoV-2— las principales armas con las que contamos para frenar la pandemia son básicamente las mismas que habÃa en el siglo XIX: el distanciamiento social, el uso de las mascarillas y el lavado intensivo de manos.
Esta última medida, quizás la única en la que coinciden ahora todos los gobiernos y autoridades sanitarias del mundo, fue una brillante idea de un médico húngaro al que la comunidad cientÃfica tomó por loco. Y que de hecho acabó muriendo en un manicomio, sin que su gran contribución fuera reconocida.
Esta es la triste historia de Ignaz Semmelweis (1 julio 1818 – 13 agosto 1865), nacido en el seno de una próspera familia de comerciantes en Buda, uno de los dos grandes barrios que forman hoy la ciudad de Budapest —la capital de HungrÃa, que entonces pertenecÃa al Imperio austrÃaco. En Viena, el centro de aquel poderoso imperio, Semmelweis se licenció en medicina en 1844 y luego se especializó en obstetricia.
Comenzó a trabajar en 1846 en la Maternidad del Hospital General de Viena, y allà pronto fue consciente de un misterioso fenómeno, que se llevaba la vida de muchas madres tras dar a luz en una de las dos clÃnicas que dependÃan de esa Maternidad. En la ClÃnica Primera, aproximadamente un 10% de las parturientas fallecÃa por la llamada “fiebre del partoâ€, una tasa de mortalidad que era más del doble que en la ClÃnica Segunda.
Y, más extraño aún, esa enfermedad mortal era menos frecuente entre las mujeres que parÃan en las calles de Viena: “Me parecÃa lógico que ellas enfermaran al menos con tanta frecuencia como las que daban a luz en la clÃnica. A las que lo hacÃan fuera, ¿qué las protegÃa de estas fatales y desconocidas influencias endémicas?â€, anotó Semmelweis en sus investigaciones.
Profundamente afectado, Ignaz Semmelweis comenzó a escarbar en busca de cualquier mÃnimo detalle que diferenciase ambas clÃnicas, desde condiciones de temperatura hasta prácticas religiosas. Pero no encontraba nada. Todo era igual, salvo el personal que atendÃa los partos: en la Primera ClÃnica eran médicos y estudiantes de medicina; y en la Segunda ClÃnica, donde morÃan muchas menos, eran las matronas y sus aprendices. ¿Qué era lo que hacÃan los médicos que perjudicaba a sus pacientes? Los procedimientos parecÃan ser los mismos.
UNA TRÃGICA PISTA
La pista se la dio a Semmelweis la muerte de uno de sus colegas que trabajaba en la Primera ClÃnica, debido a una infección tras cortarse con un bisturà mientras realizaba allà una autopsia. La propia autopsia del cadáver de ese médico reveló similitudes con las de las fallecidas por fiebre del parto, y entonces Semmelweis lo vio claro: la diferencia era que los médicos diseccionaban cadáveres y luego, con esas mismas manos, iban a atender partos. En cambio, las matronas no participaban en autopsias ni tenÃan contacto con los cadáveres.
Asà que Semmelweis instituyó en su Maternidad, durante el verano de 1847, la práctica de que para atender un parto habÃa que lavarse primero las manos con cal clorada, y especialmente si antes se habÃa estado en contacto con un cadáver. La medida pronto se demostró muy efectiva. En pocos meses la tasa de mortalidad de la Primera ClÃnica cayó drásticamente hasta igualarse con la de la Segunda ClÃnica. Descenso marcado cuando Semmelweis promovió el lavado de manos con hipoclorito en 1847. Aquel éxito estimuló a Semmelweis, quien pretendió que su hospital instaurase oficialmente la medida de lavarse las manos, y esa revolucionaria propuesta lastró su carrera para siempre.
LA LUCHA CONTRA EL "ESTABLISHMENT" CIENTÃFICO
Su gran problema fue que no logró explicar su hipótesis. El “método Semmelweis†funcionaba pero no se apoyaba en ninguna teorÃa cientÃfica, en una época en que aún se desconocÃa que los microbios eran los que provocaban las enfermedades infecciosas. Entonces estas dolencias se atribuÃan a muchas causas independientes, únicas en cada caso. Solo por eso, sonaba tremendamente osado y radical que un joven médico se empeñara en defender que la causa era solo una: la suciedad; y que la limpieza intensiva era el remedio común para prevenir todos los casos de la fiebre del parto.
Aquello resultaba ridÃculo para las eminencias cientÃficas de Viena, que ignoraron, rechazaron y ridiculizaron la gran idea de Semmelweis. Él, por su parte, insistÃa en que los médicos llevaban en sus manos unas invisibles “partÃculas cadavéricasâ€, que habÃa que eliminar con la cal clorada (cuyo componente quÃmico, hipoclorito cálcico, es el del “cloro†que usamos para desinfectar las piscinas). Le faltaba una explicación rigurosa y, por otro lado, muchos médicos se sintieron culpabilizados por la hipótesis de Semmelweis, quien cayó en desgracia en Viena y tuvo que regresar a HungrÃa en 1849.
LA TEORÃA QUE LO ENCUMBRÓ TRAS SU MUERTE
En Pest siguió aplicando su método de higiene escrupulosa para evitar las muertes por fiebre del parto, con repetidos éxitos durante toda la década de 1850. Pero sus ideas tampoco fueron aceptadas allà y volvió a chocar con el establishment médico. A sus constantes disputas con rivales cientÃficos, a los que llegó a llamar “asesinos irresponsablesâ€, se sumaron episodios depresivos. Finalmente logró publicar sus investigaciones en un libro, EtiologÃa, concepto y profilaxis de la fiebre del parto (1861), como un nuevo intento de demostrar que el lavado de manos podÃa salvar muchas vidas.
No está claro si fue esa infructuosa batalla, o una demencia prematura, lo que acabó haciendo que en 1865 sus familiares decidieran ingresarlo en un hospital para enfermos mentales, donde recibió tratamientos muy agresivos. Allà falleció solo dos semanas después de su internamiento, a la edad de 47 años, por una septicemia que se extendió por su cuerpo tras la infección de una herida.
En ese mismo año, Joseph Lister comenzó a aplicar los métodos de esterilización a la cirugÃa, que evitaron muchas muertes por infecciones contraÃdas durante operaciones. Lister lo hizo siguiendo las ideas de Louis Pasteur, que apuntaban a los gérmenes como causantes de esas infecciones. Y esa teorÃa fue confirmada en la década siguiente al triste final de Ignaz Semmelweis, explicando por fin por qué él tenÃa razón.
Hoy está considerado uno de los grandes pioneros de las prácticas antisépticas; la Universidad de Medicina de Budapest lleva su nombre desde 1969, y también se denomina “efecto Semmelweis†al rechazo impulsivo a nuevos conocimientos que contradicen a las normas y creencias establecidas.
Fuente: OpenMind